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En pleno trabajo. Foto: Rodolfo Salas-Gismondi

Una pasión llamada paleontología

Publicado: 2011-11-13

Un dinosaurio de plástico y un libro sobre fósiles fueron mis juguetes más preciados cuando niño. Bajo la ilustración de uno de los más impresionantes y temibles monstruos del pasado decía: "el paleontólogo que estudió este dinosaurio asegura que era carnívoro". Entonces decidí ser paleontólogo.

Más de 30 años después, esa desbordante imaginación, curiosidad y deseo por descubrir, propios de los niños y casi ausentes en los adultos, no sólo me siguen acompañando en mi trabajo sino que son el motor y combustible de cualquier paleontólogo. Puedo dar fe de eso.

El paleontólogo de vertebrados clásico es un anatomista. Generalmente es capaz de identificar un animal con un fragmento de hueso o un diente. Analiza cada detalle de la forma y proporciones. Luego recuerda y compara mentalmente aquel hueso –una memoria fotográfica ayuda mucho- con otros de animales fósiles o actuales que alguna vez observó. Entre paleontólogos, jugar a "quien identifica el fósil" es un pasatiempo muy divertido.

Algunos se preguntan qué de emocionante puede tener descubrir pedazos de huesos, restos o impresiones de animales muertos hace millones de años. Yo creo que los fósiles son la ventana más fascinante a  historia de la vida en el planeta. Los fósiles son las sutiles huellas y única evidencia de fantásticas criaturas que el tiempo no pudo borrar.

Su formación y conservación fue un hecho excepcional que ha merecido la atención de ojos curiosos y exploradores como los de nosotros, los paleontólogos.

Uno de los lugares más interesantes para explorar es la Amazonía. En los últimos años, hemos realizado varias expediciones a la selva. En las riveras de muchos de sus ríos existen rocas sedimentarias antiguas que contienen fósiles en su interior, es decir, que contienen restos de organismos que vivieron en la región millones de años atrás.

Salas-Gismondi, Valencia y Urbina, los

El lugar con mayor biodiversidad del planeta guarda una historia fascinante, y sin duda muy útil para entender el presente. Encontrar fósiles en la Amazonía peruana no es una tarea fácil. En general, las localidades fosilíferas son de muy difícil acceso y tienen una extensión reducida.

Además, solo pueden ser prospectadas  durante la temporada seca, cuando los caudales de ríos y quebradas descienden y las rocas de las riveras se encuentran expuestas en la superficie.

En el 2005, durante una expedición al río Inuya, afluente del Urubamba, llegamos a un peñón con rocas de 12 millones de años de antigüedad. Éramos 15 entre paleontólogos, geólogos y guías locales. Marcamos el lugar con ayuda de un GPS. Mientras los geólogos limpiaban las rocas y discutían acerca de cómo era ese lugar millones de años atrás, nosotros, los paleontólogos, recorríamos con la vista cada centímetro de superficie para identificar la existencia de algún hueso o diente.

Nuestros ojos entrenados tenían que escanear palmo a palmo el terreno y distinguir cualquier "piedra sospechosa". Pierre-Olivier Antoine, paleontólogo francés, escudriñaba de muy cerca los sedimentos para buscar dientecitos de micromamíferos, mientras yo esperaba encontrar restos de algún animal de gran porte, algún cocodrilo desconocido, que nos cuente la historia de su vida.

Hasta que 15 minutos después de una meticulosa búsqueda, allí estaba, casi como sonriéndonos, el brillo de un diente plano y afilado como una navaja de unos 5 cms. Una observación más cercana reveló que su borde era aserrado. La emoción era indescriptible: era el diente de un sebécido, un fantástico cocodrilo depredador de hábitos terrestres.

Desde niño, estos animales llamaron mi atención porque sus dientes eran muy parecidos a ¡aquellos de los dinosaurios carnívoros como el velociraptor!  Muchos años aprendiendo cada detalle de su anatomía a través de libros y de restos descubiertos en otras latitudes convertían ese momento en memorable.

Por fin, estábamos frente a uno de las varias decenas de dientes que el depredador usaba para cortar y liquidar a sus presas, seguramente grandes mamíferos que cazaba para alimentarse, como perezosos terrestres y armadillos gigantes.

Durante el periodo Terciario, después de la extinción de los dinosaurios, estos cocodrilos ocupaban uno de los nichos de depredadores en los ecosistemas terrestres en Sudamérica.

Foto: Rodolfo Salas-Gismondi

Encontramos también restos de grandes roedores parecidos al capibara y hasta seis especies de cocodrilos acuáticos, incluido el temible y gigantesco caimán Purussaurus, un caimán de 11 metros de longitud que habitó la región hace 12 millones de años.

Para nuestro geólogo Patrice Baby, la evidencia en las rocas indicaba que este coloso vivía en un cuerpo de agua de poca profundidad –un gran lago o un mar –que habría tenido conexión con el océano por el Caribe. Es muy posible que la actual biodiversidad amazónica que asombra al mundo se originara en esta época, sin duda ya un ecosistema complejo y megadiverso.

Así como la Amazonía guarda celosamente memorias del pasado, nuestra árida costa es el paraíso de cualquier paleontólogo que desea entender los últimos 45 millones de años de la historia de los animales marinos en el Pacífico Sur. Ciertas rocas en el desierto del sur del Perú son el cementerio de cientos de esqueletos que cuentan paso a paso cada etapa de la evolución de cetáceos, pinnípedos, pingüinos y cualquier criatura que habitó este ecosistema de cálidas aguas frente a nuestro antiguo litoral.

Durante millones de años, este desierto fue el fondo de un mar de aguas someras y tranquilas. Los cadáveres de innumerables especies eran enterrados en el fondo gracias a la acumulación de sedimentos. Con el paso del tiempo, las capas de sedimentos acumulados se convirtieron en rocas sedimentarias.

Hace unos 2 ó 3 millones de años, los Andes crecieron y el mar se retiró para dar paso al extenso desierto asentado actualmente las zonas de Ocucaje y Sacaco en Ica y Arequipa, respectivamente.

Mario Urbina, incansable investigador del Museo de Historia Natural, ha dedicado la última década a buscar las huellas enterradas en las arenas del desierto. Cada nuevo fósil descubierto, resulta una especie totalmente desconocida, una novedad científica, una oportunidad para desenredar la compleja madeja de la historia evolutiva de la vida.

Pero el descubrimiento es solo primer paso de un largo y minucioso trabajo que culmina con el estudio y la divulgación del conocimiento. Hace muy poco, Mario descubrió un esqueleto de un ave en la superficie del desierto de Ocucaje. Viajamos al campo para rescatar el nuevo hallazgo.

Identificamos los huesos y la extensión del espécimen –tarea difícil considerando que se encuentra incrustado en roca dura y comúnmente nos encontramos en medio de una tormenta de arena. Delimitamos el espécimen y lo cubrimos con yute y yeso para transportarlo al Museo sin que los huesos se quiebren o muevan de posición.

En el laboratorio, con ayuda de herramientas de dentista y martillos neumáticos retiramos toda la roca que rodea a los huesos y dientes. Simultáneamente, reforzamos los huesos infiltrándolos con lacas plásticas muy diluidas.

Este proceso es muy lento y puede durar varios meses. Recién ahora los huesos exhiben todos sus detalles morfológicos. Este es el momento más fascinante de nuestro trabajo: cuando nos enfrentamos a la anatomía de esta ave primitiva y constatamos que posee proyecciones óseas como si fueran largo dientes! Absortos sentenciamos: nunca nos dejarán de sorprender las fantásticas criaturas que habitaron el planeta en el pasado!

Rodolfo Salas Gismondi


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Rodolfo Salas-Gismondi

Un colaborador de lujo de Sophimania.pe